19/11/10

Un mundo sin Dios (1era Parte)

"Habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido. Profesando ser sabios, se hicieron necios ... ya que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador" (Romanos 1:21,22,25).

Agosto de 1995. El sol besa escandalosamente la ciudad de Nueva York. Calor intenso. ¡Cuarenta grados por lo menos! Yo trato de refrescarme con una limonada helada en un bar de Roquefeller Center.

Estoy en el corazón de Manhatan. Mi profesor, un francés nacido en Estados Unidos, bebe una cerveza. Nunca habíamos tenido la oportunidad de conversar fuera de clases. Es la primera vez que hablamos de asuntos ajenos a la vida académica. Me pregunta quién soy y qué es lo que hago. Al oír mi respuesta, su actitud amena cambia. Bebe un sorbo de cerveza, me mira como a un niño desprotegido, casi sin compasión, y me pregunta sonriendo:

¿Es posible creer en Dios en nuestros días?. Siento ironía en su voz. Sonrío y continúo bebiendo la limonada.

A partir de entonces, siempre que puede, el profesor conduce nuestra conversación al terreno religioso. Él no tiene inquietudes espirituales. Sólo quiere probarme que Dios no existe. Yo lo dejo hablar. Oír es arma mortal para esta clase de pensadores. Oírlos con atención los desconcierta, los confunde, los hace extraviarse en la maraña de sus raciocinios. Por eso lo escucho y le sonrio.

La mente de este caballero de 50 años, de aire de triunfador y aparentemente realizado en la vida, es brillante. Típicamente inquisitiva. Su capacidad de argumentar es extraordinaria. Sería capaz de probar a cualquier persona que es de noche, aunque el sol brillara en medio del cielo azul. De acuerdo con su manera de ver las cosas, él y todo lo que ha logrado en la vida prueban que el ser humano no necesita de Dios para vencer.

Los días corren. Nada mejor que el tiempo para analizar la consistencia de los conceptos. En cierta ocasión, en una de nuestras últimas conversaciones, hace un despliegue de argumentos contra la existencia de Dios. Yo considero un pérdida de tiempo continuar discutiendo el asunto. Él insiste. En silencio me pregunto qué es lo que se propone. Al ver que no se detiene, lo interrumpo:

-Está bien profesor - le digo-, imaginemos que usted tiene razón. Dios no existe. Imaginemos también que usted tiene un hijo, un único hijo de 20 años, en la flor de la existencia. Un hijo al que ama mucho y por el cual sería capaz de dar la vida. Para tristeza suya, él está sumergido en la drogadicción. Usted, como padre, ya hizo todo lo que podía para ayudarlo. Buscó los mejores especialistas, lo internó en los más calificados centros de rehabilitación, lloró, gritó y sufrió. Nada, ni nadie, es capaz de hacer cosa alguna para liberarlo de las garras del vicio, y usted me acaba de "probar" que Dios no existe. Dígame entonces, ¿qué esperanza resta para su hijo?.

El hombre se mueve nervioso de un lado a otro en el sofá de cuero marrón. Sus ojos brillan más húmedos que nunca. Son ojos redondos, de mirar penetrante. Esta vez son ojos tristes. Puedo ver la emoción retratada en su rostro. Sufrimiento y dolor, quién sabe. Sin querer he tocado una herida abierta en su corazón. La herida sangra. Intenta decir algo pero no puede. Solamente se levanta, hace una venia con la cabeza, a modo de despedida, y se retira. Mientras se va, lo veo esconder con discreción una lágrima rebelde.

Al siguiente día me entero de que tiene un hijo. Un único hijo de 20 años, completamente destruido por las drogas. Entonces creo entender su rebeldía, su extraño orgullo intelectual, incluso la ironía de sus preguntas.

Algunas semanas después, antes de retornar al Brasil, voy a despedirme de él. Me acompaña en silencio hasta el primer piso. Allí nos damos un abrazo. Ambos sabemos que nuestra conversación no ha terminado. Está emocionado. Las palabras no aparecen en sus labios, están atoradas en su garganta. De repente traga saliva y me susurra al oído:


Pastor, usted sabe, yo no creo en Dios, pero usted sí. Por favor, pídale a su Dios que ayude a mi hijo.

Me duele la actitud del profesor estadounidense, hijo de padres europeos. Me duele verlo con los ojos llenos de lágrimas, sintiéndose impotente ante la desgracia del hijo que ama y sin embargo, incapaz de reconocer a Dios como la única solución para su drama. Él es el retrato de la generación de los tiempos previos a la venida de Jesús. El apóstol Pablo la describe de este modo: "Habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido"(Romanos 1:21).

18/11/10

Mensaje falsificado (5ta Parte)

El otro pensamiento es que este engaño funciona sólo con los que no tuvieron "el amor a la verdad". Con aquellos que rechazaron la palabra de Dios, que no quisieron recibirla. Por miedo, por preconcepto o por cualquier otro motivo. Se negaron a aceptar la verdad. La verdad sólo se encuentra  en la Palabra de Dios.

Fue por causa de la falsificación de su venida que Jesús advirtió a sus discípulos: "Entonces, si alguno os dijere: Mirad, aquí está el Cristo, o mirad, allí está, no lo creáis... Ya os lo he dicho antes. Así que, si os dijeren: Mirad, está ... en los aposentos, no lo creáis"(San Mateo 24:23,25,26).

Conversando hace poco con Armando Juárez, escritor mexicano residente en Estados Unidos, me decía: "Imáginate. ¿Qué sucedería si un día una nave espacial posará en alguna capital del mundo y todos los medios de comunicación enviaran sus reporteros para cubrir la noticia en vivo y, ante los ojos del mundo entero, saliera alguien de apariencia radiante, espectacular y carismática afirmando ser el Cristo? ¿Quién se atrevería a dudar, si todos están viendo y puede ser probado científicamente?".

La única vacuna contra los engaños del enemigo es el conocimiento de la Palabra de Dios. Jesús dijo: "Conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres"(San Juan 8:32); pero vivimos en tiempos en los que las personas prácticamente desconocen la verdad. Ignoran la Biblia. No saben lo que dicen las Escrituras. El ser humano de nuestros días prefiere correr a las librerías y comprar productos de la imaginación humana. Prefiere dar crédito a historias fantasiosas antes que tomarse el trabajo de estudiar lo que la Biblia enseña.

El Señor Jesucristo describió para sus discípulos cómo sería su venida. Lo hizo con claridad meridiana: "Porque como el relámpago que sale del oriente y se muestra hasta el occidente, así será también la venida del Hijo del Hombre" (San Mateo 24:27).


La venida de Jesús será un acontecimiento visible para todo el mundo. Millones y millones de personas que habitan este planeta lo contemplarán viniendo en gloria. "Todo ojo lo verá", afirma el apóstol Juan. Después trata de describir con palabras humanas lo que el Señor le mostró en visión: "Entonces vi el cielo abierto; y he aquí un caballo blanco, y el que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero". ¿Notas? Este es el "Verdadero". El auténtico, el genuino. El otro es la imitación, el padre de la mentira, el engañador.

Juan sigue describiendo: "Sus ojos eran como llama de fuego, y había en su cabeza muchas diademas; y tenía un nombre escrito que ninguno conocía sino él mismo... Y su nombre es : EL VERBO DE DIOS. Y los ejércitos celestiales, vestidos de lino finísimo, blanco y limpio, le seguían en caballos blancos... Y en su vestidura y en su muslo tiene escrito este nombre: REY DE REYES Y SEÑOR DE SEÑORES" (Apocalipsis 1:7; 19:11,12-14,16).

Este es el momento glorioso de la humanidad. Cristo regresa a la Tierra para ponerle un punto final a la historia del pecado. No más dolor. No más llanto. La muerte no arrancará otra vez a un ser querido de tus manos. Las tristezas, los dramas y las tragedias de esta vida habrán llegado a su fin.

Cuando era niño, un día huí de casa por miedo al castigo. Había cometido una falta y sabía que arreglaría las cuentas con mamá. Corrí, corrí y corrí. Corrí pensando que si iba al lugar más lejano de la tierra mi madre no me encontraría. Corrí creyendo que allá, en el punto infinito del horizonte, donde el cielo se une con la tierra, podría esconderme de mis propios errores. Tenía miedo de parar. Corrí sin saber hacia dónde. Simplemente, corrí.

El día agonizaba en los trigales maduros de mi tierra. Las sombras de la noche se mezclaban con mis miedos y me aprisionaban. El canto amedrentador de las lechuzas parecía la carcajada siniestra de la noche. Estaba cansado, con frío y con hambre. Me acurruqué debajo del umbral de una casa abandonada y fue vencido por el cansancio. No sé cuánto tiempo dormí. Solamente sé que desperté asustado. Alguien me acariciaba el rostro dulcemente. Era mi madre.

-Ya está bien, hijo- susurró a mis oídos con ternura, ya corriste demasiado; llegó la hora de volver. Vamos a casa.

Esta es la verdad más hermosa de todos los tiempos. Tú también ya corriste demasiado, ya sufriste, ya lloraste. Ya te heriste los pies en la arena caliente del desierto de esta vida. Ya está bien, hijo, te dice Jesús. Llegó la hora de volver. Vamos a casa.

¿Aceptarás la invitación?

La respuesta es sólo tuya.