20/11/10

Un mundo sin Dios (2da Parte)

El problema básico del hombre de nuestros días  es el orgullo. "Se envanecieron en sus razonamientos", dice el apóstol Pablo. El periodista español Francisco Umbral, que escribía para el periódico español El Mundo, comprueba la declaración del apóstol. Antes de morir escribió en su columna lo siguiente: "Nietzsche y todos los otros que sabemos clausuraron el mundo antiguo decretando la muerte de Dios y la soledad del hombre. Esto es Modernidad, y nada la puede superar. Instituciones arcaicas, como la Iglesia, están viviendo hoy apenas por motivos residuales".


Umbral podría haber citado a Kant, Schopenhauer, Feuerbach, Marx o Freud para demostrar su Modernidad. No sería sorprendente. La Biblia ya lo decía tiempo atrás. En esta época llamada postmoderna, abundaría esta clase de pensamientos. Es la tendencia casi generalizada, especialmente en los países llamados desarrollados. Muchos intelectuales piensan y opinan de acuerdo con la "soberbia de su razonamiento". Les gusta ser llamados librepensadores. No quieren compromiso con nada ni con nadie. Mucho menos con alguien que nunca pudieron ver ni tocar: Dios.

Por un lado se encuentran los deístas. Ellos creen en un Dios creador que se olvidó de su creación y no interviene más en ella. Están también los agnósticos, que dudan de la existencia de cualquier tipo de Dios. Finalmente hay quienes son ateos, los que no creen en ningún tipo de Dios.

Estos tipos de pensamiento consideran a Dios un "concepto superado, arcaico, infantil". Agredir a Dios se volvió una moda. Hace poco tiempo el filósofo francés Michel Onfray escribió su Tratado de Ateología. Sólo en Francia vendió doscientos mil ejemplares. En un pasaje de su libro declara, lleno de suficiencia propia: "El último dios desaparecerá con el último de los hombres, y con el último de los hombres desaparecerá el temor, el miedo, la angustia, esas máquinas de crear divinidades".

Tal vez Onfray crea que está revolucionando al mundo con su manera de pensar, pero no es el único. Richard Dawkins, biólogo inglés, también escribió otro suceso editorial de ese género: "Dios, un delirio". Su libro es un esfuerzo desesperado para probar que Dios no pasa de ser un mito superado por el tiempo. Además el periodista inglés Christopher Hitchens, que vive en Washington, publicó "Dios no es grande"; y el filósofo estadounidense Sam Harris acaba de escribir su "Carta a una nación cristiana". En ella se defiende de las críticas que recibió después de su primer libro, en el cual considera ridícula la existencia de Dios.

Todos estos autores tienen algo en común. Para ellos el ser humano no necesita de Dios, mucho menos para ser un buen ciudadano. Dicen que la moralidad no depende de la religión y que, por tanto, un ateo puede ser ético y bueno. Eso es suficiente para ser feliz. A favor de esta  tesis está la neurociencia, cuyos "descubrimientos" probaron que hasta los chimpancés tiene nociones morales, sentimientos de empatía y solidaridad, y "sin embargo no orar ni creen en Dios".

El asunto en cuestión no es si el hombre que rechaza a Dios puede tener criterios morales o no. La moralidad no es  patrimonio de los cristianos. Lo importante es la profecía bíblica que anuncia que, en los días finales de la historia humana, esa manera de pensar sería cada vez más frecuentes. Hoy, no creer en Dios es casi regla entre los intelectuales. La revista Nature afirma que el 60% de los hombres de ciencia son ateos.

Agnósticos aparte, si damos una rápida mirada al mundo veremos que a pesar de la incredulidad de muchos hay un aparente despertar del ser humano en favor de la religiosidad. Por ejemplo, en Holanda, reconocidamente el país europeo más agnóstico, está habiendo un aparente retorno de la oración.

Hace pocos años comenzó el llamado "Movimiento de la oración en la empresa". En ese tiempo en Holanda pocas personas prestaban atención a este movimiento. ¿Por qué deberían preocuparse? Después de todo, el destino de Holanda era convertirse en un país agnóstico, en el que la oración era considerada, como muchos, "un pasatiempo irracional, aunque inofensivo".

Sin embargo, hoy la "oración laboral" se está convirtiendo en un fenómeno aceptado; en él participan más de cien compañías. Ministerios del Gobierno, universidades y multinacionales (como Philips, KLM y ABM ANRO) permiten a sus empleados organizar encuentros regulares de oración en sus lugares de trabajo. Incluso los sindicatos  ha comenzado a presionar al Gobierno para que reconozca el derecho de los trabajadores a orar en su lugar de trabajo.

Adjiedj Bakas, observador profesional de tendencias, y Minne Buwualda, periodista, ambos autores del estudio recientemente publicado bajo el título de "El futuro de Dios", creen una "recaida holandesa en la religiosidad".

¿Extraordinario? Tal vez sí, tal vez no. Este aparente retorno del pueblo a la oración y a la alabanza no lo es a la Biblia. Las personas perciben que el agnosticismo no  satisface las necesidades más profundas del corazón humano, y se vuelven a la emoción de la religión. No a los valores absolutos de un Dios absoluto, sino al relativismo de un dios, energía que no espera nada y simplemente da el visto bueno a la conducta  que la criatura decide seguir.

19/11/10

Un mundo sin Dios (1era Parte)

"Habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido. Profesando ser sabios, se hicieron necios ... ya que cambiaron la verdad de Dios por la mentira, honrando y dando culto a las criaturas antes que al Creador" (Romanos 1:21,22,25).

Agosto de 1995. El sol besa escandalosamente la ciudad de Nueva York. Calor intenso. ¡Cuarenta grados por lo menos! Yo trato de refrescarme con una limonada helada en un bar de Roquefeller Center.

Estoy en el corazón de Manhatan. Mi profesor, un francés nacido en Estados Unidos, bebe una cerveza. Nunca habíamos tenido la oportunidad de conversar fuera de clases. Es la primera vez que hablamos de asuntos ajenos a la vida académica. Me pregunta quién soy y qué es lo que hago. Al oír mi respuesta, su actitud amena cambia. Bebe un sorbo de cerveza, me mira como a un niño desprotegido, casi sin compasión, y me pregunta sonriendo:

¿Es posible creer en Dios en nuestros días?. Siento ironía en su voz. Sonrío y continúo bebiendo la limonada.

A partir de entonces, siempre que puede, el profesor conduce nuestra conversación al terreno religioso. Él no tiene inquietudes espirituales. Sólo quiere probarme que Dios no existe. Yo lo dejo hablar. Oír es arma mortal para esta clase de pensadores. Oírlos con atención los desconcierta, los confunde, los hace extraviarse en la maraña de sus raciocinios. Por eso lo escucho y le sonrio.

La mente de este caballero de 50 años, de aire de triunfador y aparentemente realizado en la vida, es brillante. Típicamente inquisitiva. Su capacidad de argumentar es extraordinaria. Sería capaz de probar a cualquier persona que es de noche, aunque el sol brillara en medio del cielo azul. De acuerdo con su manera de ver las cosas, él y todo lo que ha logrado en la vida prueban que el ser humano no necesita de Dios para vencer.

Los días corren. Nada mejor que el tiempo para analizar la consistencia de los conceptos. En cierta ocasión, en una de nuestras últimas conversaciones, hace un despliegue de argumentos contra la existencia de Dios. Yo considero un pérdida de tiempo continuar discutiendo el asunto. Él insiste. En silencio me pregunto qué es lo que se propone. Al ver que no se detiene, lo interrumpo:

-Está bien profesor - le digo-, imaginemos que usted tiene razón. Dios no existe. Imaginemos también que usted tiene un hijo, un único hijo de 20 años, en la flor de la existencia. Un hijo al que ama mucho y por el cual sería capaz de dar la vida. Para tristeza suya, él está sumergido en la drogadicción. Usted, como padre, ya hizo todo lo que podía para ayudarlo. Buscó los mejores especialistas, lo internó en los más calificados centros de rehabilitación, lloró, gritó y sufrió. Nada, ni nadie, es capaz de hacer cosa alguna para liberarlo de las garras del vicio, y usted me acaba de "probar" que Dios no existe. Dígame entonces, ¿qué esperanza resta para su hijo?.

El hombre se mueve nervioso de un lado a otro en el sofá de cuero marrón. Sus ojos brillan más húmedos que nunca. Son ojos redondos, de mirar penetrante. Esta vez son ojos tristes. Puedo ver la emoción retratada en su rostro. Sufrimiento y dolor, quién sabe. Sin querer he tocado una herida abierta en su corazón. La herida sangra. Intenta decir algo pero no puede. Solamente se levanta, hace una venia con la cabeza, a modo de despedida, y se retira. Mientras se va, lo veo esconder con discreción una lágrima rebelde.

Al siguiente día me entero de que tiene un hijo. Un único hijo de 20 años, completamente destruido por las drogas. Entonces creo entender su rebeldía, su extraño orgullo intelectual, incluso la ironía de sus preguntas.

Algunas semanas después, antes de retornar al Brasil, voy a despedirme de él. Me acompaña en silencio hasta el primer piso. Allí nos damos un abrazo. Ambos sabemos que nuestra conversación no ha terminado. Está emocionado. Las palabras no aparecen en sus labios, están atoradas en su garganta. De repente traga saliva y me susurra al oído:


Pastor, usted sabe, yo no creo en Dios, pero usted sí. Por favor, pídale a su Dios que ayude a mi hijo.

Me duele la actitud del profesor estadounidense, hijo de padres europeos. Me duele verlo con los ojos llenos de lágrimas, sintiéndose impotente ante la desgracia del hijo que ama y sin embargo, incapaz de reconocer a Dios como la única solución para su drama. Él es el retrato de la generación de los tiempos previos a la venida de Jesús. El apóstol Pablo la describe de este modo: "Habiendo conocido a Dios, no le glorificaron como a Dios, ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos, y su necio corazón fue entenebrecido"(Romanos 1:21).